Vivimos ... o sobrevivimos?

Espero que el lector sepa disculparme que en esta ocasión roce sólo el ámbito de la ciencia y me centre en el de la conciencia en un intento de entender por qué vivimos en esta sociedad tecnoperfecta en la que se nos induce a no manifestar ni valorar las emociones.
Y es que cada vez es mayor el número de personas cuyo mundo interno se ve afectado por las exigencias de su actividad profesional. Por eso no es de extrañar que abunden en las consultas terapéuticas casos como el de la secretaria ejecutiva que ve a su niña dormida cuando se va a trabajar... y se la encuentra durmiendo cuando regresa trece horas después; o el del veinteañero al que le aterra la sola idea de tener que incorporarse a un mercado laboral alienante y deshumanizado; o el del artista que ha perdido a sus padres un mes antes y se siente fatal porque está desmotivado y sin creatividad para seguir produciendo; o el del directivo al que le empieza a fallar su relación sexual y no sabe por qué si total lleva ya años trabajando 60 horas semanales...; o el de la superejecutiva que, tras haber abandonado todo en aras de su profesión, entra en una crisis existencial, es dada de baja por depresión y anda buscando la pastilla milagrosa que le permita superar rápidamente la ansiedad para retomar su puesto y volver a ser “alguien”. Y que no me entiende cuando le digo: “Pues ahora que se supone que no vales para nada eres en realidad mucho más ‘alguien’ que cuando vivías para trabajar.” Y no lo entiende porque está programada para producir y si no produce cree que no vale nada.


Antes la sociedad te valoraba por tus títulos nobiliarios, por las tierras que poseías o por tu estatus profesional. Y ahora lo que eres lo determina tu puesto de trabajo y lo que puedes consumir gracias a él. Y, por supuesto, ¡por tu apariencia física! En una sociedad donde se da un culto tan brutal a la imagen eso pesa mucho.
Abrumados por la multiplicidad de informaciones que nos incitan al consumo, quedamos envueltos en un ciclo producción-consumo en el que nos vemos ante la exigencia de ser superproductivos y perfectos para poder consumir lo que se nos ha incitado a desear. Y para ello hemos de extirpar las debilidades: nada de excesivas emociones, de sentimentalismos, de dedicarnos unos a otros, de querernos y cuidarnos. No hay momentos para dedicar a nuestros hijos, para conversar con la pareja, para compartir con los amigos o para acompañar a nuestros mayores; ni siquiera para estar con nosotros mismos. No hay tiempo para el amor ni la amistad. Ni para las actividades lúdicas. Ni siquiera para sentir y liberar el dolor. E intentamos silenciar los avisos que nos da el cuerpo eliminando cualquier síntoma que aparece con fármacos. Incluso la depresión, el insomnio y demás conflictos psicológicos tratamos de arrancarlos a golpe de pastillas: no son productivos y no nos permiten producir. ¿Quién ha dicho que tengan que ver con una llamada a revisar el sentido de nuestras vidas?

Pocos parecen entender que nuestras emociones -incluidas las negativas- son manifestaciones espirituales que nos aportan información sobre quiénes somos realmente y nos orientan hacia nuestro más alto destino. Nunca nos lo enseñaron.
Y el resultado de esa desconexión con nosotros mismos es un tremendo sentimiento de desamparo, una nítida sensación de abandono. Miedo, soledad, angustia, desorientación, desconcierto, incomunicación... ¿Le suena? En la mayoría de las ocasiones, todo ello solapado; porque no hay que sentir ni expresar debilidades. Las personas con debilidades incomodan. Las flaquezas de las personas no son rentables.
Me alarma que me cuenten sus miedos a expresar su sensibilidad, su ternura; me duele ver cómo reprimimos nuestra amabilidad, nuestros rasgos más humanos, nuestras emociones más inteligentes.
Quizás la peor plaga de la sociedad en que vivimos sea el estrés. Como no la produce ningún microbio no está catalogada como enfermedad “contagiosa”. Y, sin embargo, el estrés es uno de los principales desencadenantes de buena parte de las enfermedades. Y el estrés mental es poco perjudicial comparado con el emocional.
¿Cómo es posible que en la sociedad española hayamos pasado en sólo generación y media de cuatro hijos por pareja a uno y pico? Sería comprensible si viviéramos como en el Tercer Mundo. O como en Rusia, donde el sueldo de un joven con carrera e idiomas es de veinte mil pesetas al mes. Allí las pensiones oscilan entre cinco y diez mil pesetas y la comida cuesta más de la mitad que aquí. Pero no es así. Vivimos una situación económica mejor que cualquier otra del pasado. Luego, ¿cuál es nuestra actual escala de valores? ¿Qué se está gestando en el medio social en que vivimos?

Alguna explicación ha de haber. Quizás tenga relación con las informaciones que nos envuelven. El maestro Carl Jung desarrolló el concepto de inconsciente colectivo como un sistema de sentimientos, pensamientos y recuerdos que condicionan a cada sujeto desde su nacimiento. A ello hay que añadir las influencias culturales aprendidas. Jung expresa la idea de individuación como la lucha del ser individual por emerger de las ataduras de ese inconsciente colectivo.
En la actualidad, científicos de Estados Unidos, Rusia y otros países consideran que la materia está organizada por estructuras de energía e información de acuerdo a los principios holográficos, de los fractales y de la teoría de la información. Como individuos estamos inmersos en las estructuras de energía e información de la familia, la sociedad, el país y el momento presente de la humanidad; en grupos humanos cada vez más amplios. Y cuando un ser humano nace y crece en un entorno social con una fuerte estructura de energía e información suele perder su independencia y convertirse en una célula de ese entorno, adoptando sus creencias y condicionamientos. Es decir, de alguna manera, se desconecta de su propia esencia para quedar sometido a las informaciones dominantes en el grupo.
Afortunadamente también sabemos que eso puede ser modificado. Basta con que exista lo que los expertos denominan la “masa crítica”. Y se entiende por tala un número suficiente de miembros de un grupo, quizás menor a un diez por ciento. Cuando ese porcentaje desarrolla una actividad creativa, llega un momento en el que, al ser de un nivel superior, ésta se extiende espontáneamente a los demás miembros del grupo modificando el paradigma imperante.
Ciertamente, si nos preguntáramos qué tipo de información es la dominante hoy en el medio social en que nos movemos quizás encontrásemos explicación a esas conductas compulsivas que divinizan la imagen y el consumo. Una imagen que nos distancia de la propia esencia, que nos deshumaniza. Una imagen que generalmente es, en realidad, una máscara. Una máscara de carnaval. ¿Y el consumismo? ¿Qué es el consumismo sino la angustiada búsqueda de ser a través del poseer?
Dos vías muertas. Pero tal es la información con la que se nos programa reiteradamente a través de la publicidad, los medios de comunicación, la educación...
Los gobernantes de Bruselas plantean que “tras la sociedad del bienestar llega la sociedad de la información”. Sin embargo, la información ejerce en el ser humano dos acciones muy definidas que es importante considerar: una es formar; la otra deformar. ¿Y qué porcentaje de toda la que circula es de cada clase? ¿Quién se ocupa de la calidad de la información?
Además, culpar a las multinacionales, al Gobierno o al jefe no resuelve nada. Porque cuando colocamos la causa de un problema fuera de nosotros autolimitamos la capacidad de resolverlo.
No tenemos en cuenta -porque no se nos ha enseñado- que la información nutre el alma de la misma manera que la comida nutre el cuerpo. ¿Seleccionamos nuestra nutrición psíquica o comemos “hamburguesas con patatas fritas” todos los días? Es decir, ¿enchufamos la tele o quedamos enchufados a ella? ¿Filtramos y elegimos las películas, los programas de televisión o recibimos mecánicamente –y, por tanto, inconscientemente- todo lo que nos “distraiga”? ¿Observamos el efecto que hace en nosotros? ¿Nos damos cuenta de cuándo una imagen publicitaria atraviesa la pupila y nos condiciona el cerebro? ¿Buscamos lecturas que nos estimulen y nos hagan crecer como seres humanos o leemos lo mismo todos los días?
Parece que -como Jung predijo- el camino para salir de este atolladero es recuperar la propia individualidad. Y una vía para lograrlo es el conocimiento de sí a través de la autoobservación.

Hace unos días recibí por correo electrónico la siguiente reflexión:
“Dejamos escapar la felicidad porque la buscamos en lugares errados sin comprender que, arreglando dentro, el orden volverá a nuestro alrededor fuera... Complejo tema el de la honestidad con nosotros mismos.”

Editorial de Discovery DSalud, Mayo 2001.